martes, 19 de julio de 2016

José Fernando Pérez Oya
Ex Funcionario Economista de la ONU Experto en Política Económica de Ciencia y Tecnología DIT-CEPE

I. VOLVER SOBRE MAASTRICHT
¿Tiene todavía sentido reflexionar sobre el Tratado de Maastricht en un país en el que las fuerzas políticas mostraron una virtual unanimidad en considerar la ratificación del Tratado una necesidad histórica ineludible? Piensa el autor de estas líneas que paradójicamente resulta necesario reflexionar acerca del Tratado precisamente porque fuimos testigos de la ausencia de un auténtico debate público —con la necesidad de consultar al pueblo rotundamente negada por el gobierno y la oposición— como también la actitud muy sesgada de los medios de comunicación social que, en general, apoyaban la adhesión.
Partiendo de la premisa de que una unión económica y política fuese en un principio deseable para el bienestar de los pueblos de Europa, deberíamos interrogarnos sobre su alcance geográfico y sobre la incidencia del impulso de fusión o convergencia en determinados aspectos de la vida social (económicos, sociales, culturales, tecnológicos etc.) así como sobre el orden de prioridades y ritmos impuestos a dichas políticas de convergencia. La ventajas de otorgar prioridad a la unión monetaria pueden no serlo si la operación implica relegar aspectos tales como los sociales, tecnológicos, culturales, militares o políticos a un segundo plano.
Si estas órdenes de prioridad se trucasen, la resultante se vería sustancialmente alterada. Incluso si suponemos que las prioridades son justas, resulta necesario concertar apropiadamente el ritmo de avance en cada aspecto, no sólo en el sentido absoluto sino también en relación con el de los demás. El no operar de esta manera nos podría conducir a lo que M. Unión y C. Boissieu llamaron riesgo sistemático (revista Gènese, junio de 1992). Muchas críticas al Tratado se centran en estos aspectos pues se señala que no sólo dejó desvinculada la política económica monetaria de la fiscal, al imprimir una aceleración excesiva en aquella a expensas de esta, sino que dejó muy relegados los campos de las políticas sociales, tecnológicas, etc., y aún más los aspectos políticos de la Unión. Esto condujo a lo que se llamó déficit democrático y viene claramente ejemplificado por la creciente distancia entre los órganos responsables de la política monetaria y las instancias del poder popular, legitimado a través de mecanismos electorales.
La enorme variedad de las tomas de posición acerca de Maastricht son, naturalmente, fiel reflejo de las motivaciones, esperanzas y temores que suscita el tratado, más que la propia ambigüedad del mismo. La discordancia de opiniones y sobretodo de temores no muy racionales, proliferó en Francia con ocasión del referéndum, pero también aquí pudimos leer en declaraciones del presidente del gobierno (El País 25/10/1992) que existe el riesgo de que Europa pudiese rasgarse o que Alemania tuviese la tentación de nuclear una Europa diferente (¿Con quién y con cuántos? Se puede preguntar) que daría lugar a una nueva configuración del continente si Maastricht fuera un fracaso. Los ejemplos llegados del país vecino van desde la posición de opiniones debidas a un nacionalismo extremo, hasta esperanzas casi mesiánicas en las potencialidades de la Unión para resolver todo tipo de problemas. Nuestros vecinos llegaron incluso a ciertos delirios, como vimos en el artículo antes citado de Gènese lo siguiente: «La moneda única conduce a un sentimiento de comunidad europea más fuerte. Es el vínculo más sólido que puede tejer una colectividad humana de más de trescientos millones de almas (sic) que reúne una gran variedad de culturas y lenguas». El activo apoyo del gran filósofo E. Morin al sí puede servir de ejemplo de confianza excesiva.
Sin duda, impresionado por la tragedia balcánica, Morin consideró que el Tratado puede llegar a convertirse en un baluarte de asociación-integración salvífica frente a las tendencias nefastas de disociación-desintegración que amenazan a Europa.
El déficit democrático -asegura- viene claramente ejemplificado por la creciente distanciación entre los órganos responsables de política monetaria y las instancias de poder popular legitimado por mecanismos electorales.
Esta discordancia de posiciones llevó, por desgracia, el cántaro a la fuente de los que en general, desde posiciones de poder, opinan que la complejidad y carácter técnico de ciertos problemas aconsejan no gravar la escasa capacidad del indocto pueblo con una discusión que en cualquier caso escaparía a sus cortos alcances y redundaría en un consumo excesivo de aspirina o, más probablemente, en una didáctica esquematización de las alternativas. Esto podría conducirnos en opinión del Sr. Elorza a rebajar el nivel del debate como sucedió en Francia.
Vamos a disentir aquí de estas opiniones haciendo ciertas observaciones que eleven a nivel pedestre el debate y lo substraigan al olímpico, etéreo, brumoso y tecnocrático carácter que frecuentemente tuvo y que se utilizó para que el buen pueblo siga contemplando con la debida admiración reverencial, que corresponde a su papel, las decisiones que sus sabios líderes toman a su favor y en su nombre.
II. LA GRAN COARTADA
Se nos presentó el Tratado como indivisible e irreformable, algo falso según sus propios términos. Puede decirse algo tan obvio y necesario como que es posible estar a favor de ciertos aspectos previstos de política social, regional o de defensa sin que ello conlleve la aceptación de otros aspectos del Tratado que, ocupan una posición central y nos parecen impugnables.
En varios artículos firmados por B. Cassen, en Le Monde Diplomatique, señala que el hecho de que el Tratado nos fuera presentado como algo ineludible nos puede servir de chivo expiatorio externo ante la impopularidad de ajuste estructural o de austeridad extrema, como también puede convertirse en escotillón de escape para una política de huida destinada a esconder la ausencia de un verdadero proyecto nacional.
Deben distinguirse los aspectos formales de los sustantivos y tratar de deslindar instrumentos de fines y todo esto desde posiciones de principio claramente expresadas.
Tomemos por ejemplo el temor suscitado a la pérdida de soberanía. La resistencia a la cesión o transferencia de soberanía será mayor cuanto más grande sea la distancia entre los objetivos y las aspiraciones de un gobierno y de los órganos comunes de gestión. Sin embargo, incluso si existe acuerdo sobre el riesgo de perder un nivel mínimo de autonomía encarnado en la idea de la soberanía e independencias nacionales. Este temor, puede tanto expresarse en un rechazo de los mecanismos institucionales como en el temor a acciones hegemónicas de uno o varios miembros de la Unión que, actuando individual o colegiadamente releguen a un miembro a una pasividad de subalterno.
El rechazo a la Europa de geometría variable, a dos velocidades o a la carta, está muy vinculado a este tipo de problemas. El espectro político parece dividirse aquí entre una derecha más preocupada por el diseño institucional que salvaguarde un límite amplio de soberanía con una menor preocupación por los contenidos sustantivos del diseño común (del que en caso de necesidad siempre podrían irse) y una izquierda más proclive a ceder soberanía dentro de esquemas federalistas y lógicamente más preocupada y atenta a los contenidos sustantivos incorporados en la acción de las instituciones comunes.
La unificación alemana brinda un ejemplo diferente. El hecho de que las nuevas instituciones monetarias estuviesen en gran parte calcadas del Bundesbank, provoca en la izquierda consecuente (cada vez menos visible) el temor de un afianzamiento de las políticas económicas monetarias y conservadoras; en la derecha nacionalista se da por supuesto que las instituciones comunes no aplicarán políticas comunes contrarias su tendencia ideológica dominante pero temen una pérdida de autonomía. Ambos segmentos
del espectro político, observan con aprensión desde perspectivas diferentes la brutal afirmación del poder del Bundesbank ante repetibles tormentas monetarias, así como las maniobras de creación y satelización de estados clientes como Eslovenia y Croacia.
El voto ponderado previsto en el Protocolo sobre los Estatutos del Sistema Europeo de Bancos Centrales y del Banco central Europeo (arts. 10 e 29 del Protocolo) pueden también constituir un signo preocupante. Es necesario, pues, señalar que las tensiones actuales contienen un elemento muy importante que proviene de la política de altos tipos de interés impuesta por Alemania, en gran parte derivada del esfuerzo de financiamiento (que representó en 1992 un 6,5 del PIB) consiguiente a la unificación de la ex RDA.
II. LA UNIÓN MONETARIA
La piedra angular del Tratado de Maastrich es, sin duda alguna, el proyecto de la unión monetaria. La raíz histórica de las disposiciones que se encuentran en el Tratado, es lo que conocemos como llamado Informe del Comité Delors. Dicho comité compuesto, casi exclusivamente, por banqueros, llegó a la conclusión —no excesivamente sorpresiva ni sorprendente— de que un banco central supranacional, independiente del poder dirigido por funcionarios escasamente amovibles debería ser la base, y casi el único fundamento, de la Europa unida. Este informe está influenciado de una manera determinante por la ideología predominante en el Bundesbank que, abusivamente, se irroga el honor de los éxitos de la lucha anti inflacionista de Alemania; éxitos que se basan mucho más en factores institucionales tales como mecanismos de negociación colectiva entre fuerzas sociales, y esto no sólo en lo que se refiere a salarios y condiciones de trabajo, sino en un sentido que trasciende la política industrial y tecnológica.
El ex comisario de la Comunidad Edgar Pisani calificó el tratado de anti-estatal, antisocial, ultra-liberal, contrario a la construcción de la democracia e inhumano. Finalmente, lo apostilló de apolítico. Más bien cabría calificarlo de apolitizante, ya que tiende a eximir a los Estados de responsabilidad, transfiriendo ésta a la operación impersonal de las fuerzas del mercado.
El Banco Central Europeo, culminación de la segunda fase de unión monetaria, deriva su esquema funcional y sus estructuras y principios del Bundesbank, vía Informe Delors. Recordemos que mientras los aspectos sociales o regionales del tratado son, hoy por hoy, poco más que una lista de buenas intenciones dependientes a los presupuestos, las disposiciones del tratado definen ya unas instituciones determinadas, un modus operandi de estas y unas condiciones arbitrariamente cuantificadas para poder acceder al círculo de los escogidos. En los aledaños de su centro monetarista, el tratado contiene elementos positivos que le abrieron con éxito el camino a un amplio sector de la opinión pública.
No hace falta ser experto en economía para darse cuenta de que este enfoque corresponde a la ideología ultraliberal Reagan-Thatcher que llevó al Reino Unido a una situación tan crítica como la vivida a finales del siglo XX. Incluso un ala populista del Partido Conservador empezó a rechazarla y generó en los EEUU una depresión silenciosa que supuso una caída de los ingresos familiares reales del ochenta por cien (que dura desde 1973) y una escandalosa redistribución de los frutos de una feble expansión en el cinco por cien más rico de la población. Como señaló J.G. Smith en su libro Full Employment in the 1990s, el Informe Delors está demasiado influenciado por las posiciones del Bundesbank y es una resaca de la obsesiva borrachera monetarista que supone una renuncia explicita al objetivo de alcanzar el pleno empleo. Su dogma básico es el de creer que porque existe (¡y no siempre!) una correlación entre oferta monetaria y evolución de los precios, la inflación es una consecuencia de los niveles de oferta monetaria. Como señaló Wynne Godley, tras estas ideas está la creencia de que las economías modernas son sistemas autorregulados, que tienden al equilibrio y que no necesitan ser dirigidos.
Las ideas monetaristas se mantienen contra viento y marea, de poco sirvió que la OCDE escribiese en un informe reciente (Perspectivas Económicas, diciembre 1991): En muchos países la relación estable esperada (sic. ¿por quiénes?) entre crecimiento nominal del PNB y base monetaria no tuvo lugar. De poco nos sirve lo que el gran economista francés Malinvaud —padre del concepto de paro clásico— nos haga saber, con una honradez poco frecuente en la profesión, que según sus propios estudios empíricos posteriores su paro no cubre ni tan siquiera una quinta parte del paro existente. De poco nos sirve que en un estudio muy conocido, el Banco de Inglaterra descubriera las manipulaciones realizadas por Milton Friedman en su base de datos; de poco nos sirve que infinidad de estudios nos mostraran la inestabilidad de la velocidad de circulación del dinero preterida por nuestros ínclitos monetaristas.
De poco nos sirve que se admita que la inventiva de nuevos instrumentos financieros haga necesaria una revisión constante de los conceptos de la base monetaria; de poco nos sirve recomendar a nuestros ilustres colegas la lectura del genial Azote del Monetarismo, de mi admirable maestro N. Kaldor, del libro de L. Randall Wray Money and Credit in Capitalist Economies; vosotros economistas monetaristas permanecéis inmóviles, incólumes, impertérritos, tan tiesos como vuestra querida línea de oferta monetaria, verticalistas hasta la muerte. Es que el monetarismo es aún más que un culto, una fe, y como decía el catecismo de Astete «Fe es creer en lo que no vemos».
La Europa monetaria es, por las disposiciones institucionales que la constituyen, una Europa monetarista.
En Maastricht se plasmó un decidido deseo de imbricar en establecimiento de instituciones con la continuidad de una política económica monetarista. Maastricht es el propósito de congelar, de cristalizar institucionalmente un monetarismo que siente que
soplan vientos adversos y que aspira a sobrevivir enquistado en la espera de tiempo propicio. Que esto puede suceder es particularmente desafortunado para Europa, no sólo por las consecuencias que trae de desindustrialización, paro, retraso tecnológico, pérdida de capacidad productiva y oportunidades de crecimiento económico etc., sino también porque dicha operación se producirá en un momento en el que los EEUU y Japón reviertan la política de estímulo de corte neokeynesiano. Pero en este campo como en otros los sacrificios han de ser repartidos de manera muy desigual. Los rígidos criterios de convergencia ya están dando lugar a una política de deflación competitiva entre países miembros que no quieren perder el tren y candidatos (planes Amato de Italia, Mitsotakis, Solchaga de España, políticas restrictivas en Suecia, Austria etc,…).
En el susodicho libro de J.G. Smith se hace referencia a estudios que evalúan (en términos de empleo potencial perdido) los costes de la política de convergencia en Francia en 700.000 puestos de trabajo para el período de 1983-1985; en el caso de Italia, la estimación casi alcanza la cifra del millón. ¿Realizamos en nuestro país algún cálculo de este tipo? ¿Podemos pensar que tendremos que pagar menos que Italia?
Parece evidente que las condiciones fijadas en Maastricht imponen un coste excesivamente elevado para las economías del sur de Europa. Los círculos viciosos de la deflación competitiva se hacen cada vez más amenazadores y serán mucho más graves cuando se pierda la capacidad de fijar el tipo de cambio. Como señalaban los técnicos del Ministerio de Hacienda francés, D. Bureau y P. Champsaur, el problema más serio planteado por la unión monetaria es el de saber si la flexibilidad de los mercados de trabajo será suficiente para compensar la pérdida de la fijación del tipo de cambio como instrumento de política macroeconómica. En una línea similar, M. Feldstein advertía (en un artículo publicado por The Economist, de junio de 1992) que al no avanzar en una operación federalista, polarizaría peligrosamente las diferencias de ingresos y bienestar. Un análisis de las cifras relativas a los fondos estructurales y de cohesión (de 57% y de 72% respectivamente desde 1992 a 1997) mostraban lo exiguo de las cifras propuestas, en aumento porcentual pero insuficientes si se comparan con las que serían necesarias para evitar un agravamiento de los problemas de empleo en los países más vulnerables.
III. EL FRACASO DE LA EUROPA SOCIAL Y LA AUSENCIA DE POLÍTICA INDUSTRIAL
La Europa social no pudo alcanzar el acuerdo de los doce y el único progreso pírrico alcanzando fue la superación del veto británico y la aceptación del principio de votación por mayoría calificada. El retraso de la dimensión social sobre la economía se puso en evidencia por la endeblez de lo alcanzado en Maastricht, muy por bajo del poco ambicioso Plan Marín. En lo tocante a aspiraciones en el ámbito social, el Tratado de
Maastricht representa una regresión respecto al Tratado de Roma de 1957, pues mientras este proponía promover la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores, que permitan alcanzar su igualdad por la vía del progreso (art.117) en el nuevo Tratado, el término igualdad se cambia por el francés amelioration (mejora) y por el ambiguo español equiparación. El Tratado insiste en que las decisiones sean tomadas del modo más próximo posible a los ciudadanos pero el objetivo es pura retórica. Las condiciones fijadas en Maastricht imponen un coste excesivamente elevado para las economías del sur de Europa.
Las condiciones fijadas en Maastricht imponen un coste excesivamente elevado para las economías del sur de Europa.
La Europa de la Unión es una Europa de los Estados, no de los pueblos, pero dentro de una Europa de Estados, es una Europa del poder ejecutivo de los respectivos Estados. El Consejo (es decir, el aerópago de primeros ministros y jefes de Estado) sigue siendo, como en el pasado el órgano clave y supremo de decisión. El llamado poder de investidura del Parlamento sobre la Comisión y su presidente es ceremonial e intrascendente. El poder de enmienda del Parlamento no merece tal título estando de hecho limitado a doce campos que, con exclusión del de Medio Ambiente, se caracterizan por su intrascendencia. Más ridículo todavía es el llamado poder de iniciativa que como bien dice J. Raux es un mero poder de iniciar una iniciativa, es decir, de pedir a la Comisión que traslade al omnipotente Consejo una inquietud surgida en el Parlamento.
En el Tratado, la ausencia de una política industrial viene reflejada en el único y breve artículo dedicado al tema Industria, espejo de una política de liberalismo sectario que no resiste la menor comparación con las estrategias seguidas por Japón y los Dragones Asiáticos y puede que dentro de poco, por Estados Unidos.
El Tratado es confuso y ambiguo. No supo optar entre la lógica de la cooperación (entre Estados) y la de la integración (realmente comunitaria) y se decidió en muchos casos por un término que a nadie le conviene ni convence. De la misma manera va por un camino de profundización (parcial y desequilibrado) dando la espalda a una opción de extensión hacia a países históricamente europeos, ex miembros del bloque socialista.
El Tratado perdió una vez más la oportunidad de empezar a configurar una Europa de los Pueblos. Esto resulta particularmente flagrante y lamentable en el ámbito cultural. Hubiera sido apropiado que nuestros gobernantes y eminentes miembros de la familia real, como Juan Carlos de Borbón, hubiesen leído detenidamente el art. 128 del Tratado que afirma que la Comunidad contribuirá al florecimiento de la cultura de los estados
miembros dentro del respeto a su diversidad nacional y regional....
¿No sería mejor hablar de cultura de los pueblos (y no de los Estados) como el mismo artículo señala al decir historia de los pueblos europeos? Si hacemos del Estado el actor privilegiado de la política cultural, corremos el riesgo de apoyar nacionalismos que reivindiquen un Estado propio e independiente. Particularmente lamentable y ridículo es el poder de emitir dictámenes, conferido en el Tratado, al ornamental Comité de la Regiones donde sus representantes son nombrados a propuesta de los Estados por el Consejo y no mediante consulta popular (art.198.A del Tratado).
El Tratado fue el fruto desafortunado, contradictorio y mal construido de un miedo a que la unificación de Alemania empezara a ejercer una acción hegemónica sobre una Europa Unida inconclusa. El resultado fue claro y manifiesto en el lamentable rigodón que va de la declaración de Oslo de no renegociación, a la inconclusa renegociación de Edimburgo, muy favorable para Alemania, Reino Unido y Dinamarca, pero no mucho para los países endebles de la Unión como España.
Antes de concluir, volvamos a dos aspectos del Tratado que en sí mismos justificarían una reflexión más extensa y detallada. El primero se refiere a la ausencia en el Tratado de una política industrial. Esto viene reflejado en el único y breve artículo dedicado a Industria, claro reflejo de una política de liberalismo sectario que está llevando a Europa hacia niveles crecientes de paro y hacia una posición de desventaja comparativa frente a otros centros de poder económico mundiales. Digan lo que digan los ideólogos de la sociedad postindustrial, el sector industrial es, y seguirá siendo clave del desenvolvimiento económico. Como dicen ciertos economistas americanos: manufacturing matters. El segundo aspecto es de carácter más general, de ética política, casi de alcance filosófico, y aparece expresado en los arts. 123 al 127 del Tratado. En ellos se afirma la necesidad de facilitar a los trabajadores su adaptación a las transformaciones industriales y a los cambios de los sistemas de producción. La filosofía es clara: la sociedad y el hombre deben de adaptarse a los cambios del sistema de producción y no la inversa: adaptar el sistema de producción a las necesidades de una sociedad que genere un hombre y no un robot.
Nunca se interrogó a los firmantes del Tratado sobre la procedencia de cambios en el sistema de producción.
Posiblemente fuese debido a un reflejo de modestia: no se consideraban teólogos y estimar que lo que procede de alguna divinidad exógena y desconocida (como por ejemplo el demiúrgico mercado) debe de ser excluido del área de sus competencias.
Ocurre aquí como con las tormentas monetarias, no sabemos de dónde vienen, son como los helicópteros de Milton Friedman que hacen llover desde el cielo billetes de banco para probar lo exacto de su tesis. De todos modos algo nos dicen los arts. 123 al 127 del Tratado de lo que es la economía social de mercado y de lo que pueden esperar de ellas los
integrantes del ejército de reserva del trabajo: cursillos de formación profesional y políticas de adaptación.
En conclusión diremos que el nuevo Tratado de la Unión Europea impone a sus miembros más endebles unos sacrificios exorbitantes, injustos e insostenibles.
El nuevo Tratado de la Unión Europea impone a sus miembros más endebles unos sacrificios exorbitantes, injustos e insostenibles. Debería ser modificado en sustancia, incluso si esto impusiera una opción federal. Mientras esto no suceda debemos decir:
¡No a Maastricht!

José Fernando Pérez Oya. B.A.-M.A. por la Universidad de Oxford.
Ex Funcionario Economista de la ONU
Experto en Política Económica de Ciencia y Tecnología DIT-CEPE
Publicado este artículo en ANALISE EMPRESARIAL, nº 79  (En gallego).
Septiembre-diciembre 1992 
     
El 25 de febrero de este año se publicó en la New York Review un interesante artículo firmado por Elizabeth Drew que realiza una crítica de 5 libros que trata del deterioro de las infraestructuras existentes en EE. UU. Los libros mencionados por Drew fueron escritos por 4  autores individuales: Jonathan Waldman, Rosabeth Moss Kanter, Henry Petroski, Ted Koppel y un colectivo titulado la «Sociedad Americana de Ingenieros Civiles» en inglés, American Association of Civil Engineers (ASCE). En todos estos libros se percibe el fracaso total de las instituciones políticas para invertir en algo que no tenga beneficios a corto plazo, lo que resulta en que el país que se supone que es el más rico del mundo no se acerca a los que tienen una mejor infraestructura. No vamos a entrar en comparaciones extremas, por ejemplo, el servicio de algún tren en Japón que logra por un sistema de electromagnetismo que el tren se eleve sobre los raíles y puede alcanzar una velocidad de 590 km/h pero sin llegar a eses extremos tenemos en nuestro país el AVE comparable al que utilizan los franceses. Todo esto indica que la ASCE le otorga a la sociedad americana en su conjunto una calificación de D+ [1] y ningún sector de la infraestructura de este país ha recibido la mejor nota, que es A. En 2013, ya se suponía que uno de cada nueve puentes era deficiente estructuralmente y que la edad media de los puentes tenía más de 42 años, siendo así que el 30 % de los puentes han excedido la vida útil programada. ASCE afirma que las necesidades de apoyo a la infraestructura estadounidense alcanzarán en el año 2020 trillones, en términos estadounidenses; en el sistema decimal europeo (1012). Muchos recordamos que, en agosto de 2007, durante la hora punta de la tarde el puente sobre el río Mississippi se derrumbó, causó la muerte de 13 personas y 145 personas resultaron heridas. El informe de ASCE afirma que uno de cada nueve puentes no cumplía unas condiciones mínimas de seguridad y que la edad media de los 607 380 puentes rondaba los 42 años, siendo así que la administración federal de transportes, Federal Highway Administration, considera más del 30 % de los puentes existentes han excedido su vida programada. La misma institución señala que para gozar de puentes seguros en 2028 el gobierno necesitaría invertir 20 500 millones, que es más del doble de lo que se está invirtiendo. En cuanto a la aviación, el costo de los atrasos por una congestión excesiva en 2012 fue enorme y los canales no han sido renovados desde los años  50. Con relación a los puertos también existen retrasos, sobre todo por falta de coordinación entre las autoridades locales y federales. Las autovías están excesivamente congestionadas y eso conlleva pérdidas considerables tanto de gastos de combustible como disparatadas esperas. Aunque se ha publicado una ley sobre las autovías, esta es insuficiente y continuarán estando excesivamente congestionadas. Finalmente, el bajo nivel de inversiones federales para arreglar la red eléctrica ha provocado una cantidad cada vez más elevada de interrupciones de la energía eléctrica y otros fracasos que han llevado a que este sector reciba tan solo una calificación de D+. Las medidas recientemente tomadas por el congreso para gastar 305 000 millones durante cinco años para restaurar edificios, carreteras, puentes y sistemas de transporte colectivo, indican las enormes dificultades de encontrar maneras de financiar proyectos infraestructurales, lo que también viene agravado por el bajo precio de la gasolina y los impuestos derivados de esta.  

La administración del presidente Obama ha tratado de lograr acuerdos públicos y privados pero no ha contado con la aprobación necesaria del parlamento y las interrupciones de electricidad desde las columnas de la red eléctrica han también constituido un desastre permanente.

Aparte de estos sectores, Cooper  resalta la debilidad del país en un libro, que analiza la posibilidad de un ataque cibernético que haría que gran parte de la infraestructura del estado fuese dañada y ser incapaz de dar una respuesta. Sin embargo, algunas instituciones como la Homeland Security son más optimistas y creen que una parte de la infraestructura más importante para defensa del país podría resistir.

Los intentos de estímulo del presidente Obama han continuado y tan recientemente como en el 2009 firmó una ley, American Recovery and Investment Act, que aprobaba 800 000 millones de dólares para afrontar estos temas.

El presidente Obama ha continuado a promover inversiones mayores en gastos infraestructurales y este mismo año (2016) solicitó unos créditos 478 miles de millones de dólares para gastos de infraestructura sobre todo en el sector de transportes.

Desgraciadamente muchos republicanos y algunos congresistas demócratas se opusieron a la ley por no querer ser tachados de gastadores. En este mismo año 2016 ha continuado solicitando gastos muy importantes para detener el deterioro de las infraestructuras.

En un artículo reciente titulado en inglés “El crecimiento disminuye debido a la inacción”, Eduardo Porter señala que el periodo de una recuperación después de las últimas recesiones se ha ido haciendo cada vez más lento, lo cual ha dado lugar a unas tasas de crecimiento del PNB cada vez más débiles haciéndose la pregunta básica sobre cómo van a tratar de resolver este problema del estancamiento a largo plazo los candidatos a ser presidentes de EE. UU. a partir de su nombramiento el próximo noviembre. Porter señala que a pesar de que existen situaciones demográficas que actúan negativamente para   recuperar mayores tasas de crecimiento que permitirían un aumento mediante una recuperación en el empleo y de las infraestructuras, que favorecería un importante empuje para la productividad.

La situación actual en EE. UU. contrasta con la recuperación iniciada por las políticas de Franklin Roosevelt anteriores a nuestra Segunda Guerra Mundial mediante acciones con la TVA (Tennessee Valley Authority), administración responsable del valle del Tennessee y la WPA (Works Progress Administration). Mediante estas iniciativas y otras se recuperaron el empleo millones de trabajadores y se consiguió una restructuración de la infraestructura pública del país.

En esta tesitura tenemos que fijar nuestra atención en la posición que representan los candidatos a ser presidentes a partir del próximo noviembre. Hillary Clinton ha propuesto unas inversiones de 275.000 millones que se extenderían durante 5 años para invertirlos en carreteras, puentes, servicios informáticos de banda ancha, transporte público, aeropuertos, trenes de transporte y sistemas de mejora del agua. Este programa puede calificarse de modesto comparándolo con las necesidades reales de la infraestructura. Su compañero de partido Bernie Sanders está promoviendo un programa que presupone gastos de 1 billón de dólares sobre los próximos 5 años, que algunos seguidores de Clinton consideran que puede ser excesivamente caro. No obstante, el plan de Clinton ha ganado el apoyo de varios sindicatos muy importantes, como el de Unión Internacional de Trabajadores (LIU) y el Sindicato de la Hermandad de carpinteros y constructores (UBC). Algunos observadores han reprochado el programa de Mrs. Clinton de eludir hacer un análisis de cómo afrontar estos gastos. Algunos analistas piensan que su programa infraestructural se puede hacer con reformas impositivas sobre las grandes corporaciones y piensan que se podría lograr mediante una amnistía de sus impuestos el que estas compañías aceptaran el repatriar los beneficios logrados en el extranjero. El problema de esta posible repatriación es que aún tiene que lograr una aprobación parlamentaria y tendría que formar parte de una ley de reforma presupuestaria más amplia y que como dice Elizabeth Drew  no sabemos sí o cuando  será llevada a cabo.  A pesar de todas estas dificultades Mrs. Clinton sugiere, según lo ha tratado de hacer Obama, la creación de un banco de inversiones que utilizaría nuevos mecanismos para financiar ese estímulo.

En mi opinión  el clima general político de los EE. UU. está cambiando de modo importante y resulta sorprendente ver como uno de los más importantes candidatos a la presidencia Bernie Sanders se declara públicamente socialista; cuando hace pocos años esta declaración le alienaría el apoyo de muchísimos votantes. En línea con lo anterior nos parece que muchos estadounidenses que subscribían el mito de que todos los individuos, cualesquiera que fuera su clase social, podían aspirar a una posición social relevante, hoy ya no lo admiten.

A mis lectores les habrá causado sorpresa el que no haya hecho ningún comentario sobre el candidato republicano Donald Trump. Si no lo he hecho es porque es muy difícil adscribir a este candidato posiciones que se repitan y que no entre en  contradicción con ellos mismos, tal como señalan Ronald B.Rapoport, Alan I. Abramowitz and Walter J. Stone (fuente: The New York Review of Books 23 jun. 2016). Como estos comentaristas señalan muchos comentadores les ha sorprendido el éxito de D. Trump en las primarias de su partido republicano y sobre todo “de su capacidad para tomar posiciones extremas y utilizar una dura retorica”. Recientemente hemos tenido noticias de que ha renunciado a decir palabras mal sonantes en sus discursos. Entre sus declaraciones más extremistas están lo que ha afirmado reiteradamente sobre los inmigrantes mexicanos y sus declaraciones contrarias a los musulmanes que llegan a prohibir que los musulmanes entren en los Estados Unidos, en todos estos problemas una enorme mayoría de los posibles votantes republicanos apoya sus posiciones, por ejemplo, 73% para impedir que los musulmanes entren en el país, 90% identificando y expulsando a los inmigrantes ilegales y 85% de acuerdo con edificar un muro de protección en la frontera con México, etc. A mi modo de ver una improbable victoria de Trump sería un problema grave no solo por las medidas políticas y económicas que podía tomar en EE.UU. sino también por una agresiva y cambiante política exterior hacia otras potencias (como Rusia o China).

 Llegados a este punto me parece justa la opinión de Elizabeth Drew a favor de una iniciativa estadounidense para reconstruir la infraestructura del país, ya que esto conduciría a una mejoría de la condición tísica de sus habitantes, contribuiría a crear puestos de trabajo un sector de la clase media que ha sido la más perjudicada por la rescisión y que también podría contribuir a que las diferencias de ingresos no siguieran creciendo o incluso disminuyeran. En contra de esta opinión hay quienes creen que el deterioro de las infraestructuras del país no ha sido lo suficientemente grande para provocar un cambio capaz de alterar las opiniones políticas de una mayoría muy extensa de ciudadanos.

En estos momentos ha tenido una importancia, a mi modo de ver desmesurada, el BREXIT, o sea la decisión tomada por el parlamento del Reino Unido para desvincular el Reino Unido de otros países de la Unión Europea, que sumarian solamente 17 países. La rápida reacción de muchas bolsas internacionales ya ha empezado a moderarse y se subraya que para diseñar un acuerdo con el resto de la UE, existe un plazo de 2 años. Como señala Francis Fitz Gibbon, el principal problema corresponde a causas jurídicas muy complejas, puesto que muchas legislaciones y tratados de la UE están parcial o totalmente incorporados en la jurisprudencia del Reino Unido. Muchas de estas normas incorporaban reglamentaciones relativas a la competición, la política comercial, el transporte, el medio ambiente, ciertos elementos de políticas sociales, ciertas políticas sobre la comunicación la vulneración o protección de la privacidad (como la no transmisión de metadatos), pero afortunadamente no de la mayoría de las políticas monetarias, puesto que el Reino Unido había mantenido la Libra Esterlina y no se había incorporado al Euro. Muchas de estas medidas podían abrir un periodo de reflexión para otros países europeos sea para incorporarse a la Unión Europea o retirarse de ella.  Entre ellos podemos destacar las opciones incorporadas en el tratado llamado Area Económica Europea, en los que están en estos momentos Noruega, Lichtenstein e Islandia, que incorporan muchas normas, pero no tienen voz deliberativa o bien, en una nueva Area de Libre Comercio, como es el caso de Suiza. Incluso, en ciertas áreas de derechos humanos podían existir coincidencias con ciertas normas del Consejo de Europa en las que participan “no de modo muy brillante” Rusia, Ucrania y Turquía. La descripción de estos datos aparece muy claramente en un libro de 2004, (que ha sido posteriormente reeditado) cuyos autores son:  Richard Baldwin y Chartes Wyplosz: “The Economics of European Integration”. El  EMS (Sistema Monetario Europeo) tanto en su primera versión 1975-85 como en la segunda era infinitamente más flexible  que todas las disposiciones derivadas de los tratados de Maastricht y Lisboa que no permiten una combinación de realizar cambios entre las monedas, que sean a la vez estables, dentro de ciertos límites, y otras veces flotantes para restaurar la capacidad competitiva de los países  deficitarios o excedentarios. Las ideas de Keynes y sus “Bancor” parecen haber tenido influencia en el diseño del EMS.

A mi modo de ver, el problema principal de la economía y sociedad a nivel mundial, se refiere a la posibilidad de que el mundo y sobre todo los países desarrollados entren en una larga era de estancamiento. En un reciente número de la revista Foreign Affairs, marzo 2016, se han escrito 8 artículos sobre el tema del estancamiento. Entre ellos destacamos por su importancia política el artículo de Lawrence H Summers que atribuye  una época de estancamiento un aumento en la propensión al ahorro y una disminución de la propensión a la inversión y asunción de riesgos. El ahorro creciente actúa como un freno a la infracción y la falta de un equilibrio entre ahorro e inversión hace bajar el tipo de interés hacia un 0 que no produce ningún estímulo. Para Summers, el problema principal es la desvinculación del tipo de interés “natural” que causa un equilibrio entre ahorro e inversión.  Según este autor este tipo de interés natural es hoy demasiado bajo lo que da lugar a un “equilibrio de bajo empleo” así pues, la principal dificultad para una economía moderna e industrial radica en el lado de la demanda y no en la oferta; esto es de una demanda solvente y efectiva y no de costos excesivos principalmente costos salariales. No podemos entrar aquí en un amplio debate que se desarrolla entre Summers, Robert G. Gordon, que insiste en la importancia de la oferta y de K. Rogoff que insiste en un ciclo financiero que produce deudas excesivas. Este debate ha sido comentado en 2013 por el IMF que señala que constituye una parte muy importante de los debates entre los economistas. Personalmente me sumo al enfoque  brindado por la revista Monthy Review que ha publicado desde los años 1940 más de 300 artículos sobre el tema del estancamiento. Entre las muchas contribuciones queremos destacar las de Paul A. Baran, Paul M. Sweezy, Harry Magdoff, John Bellamy Foster, Robert W. McChesney y otros.  Recientemente (enero 2016) queremos destacar de Prabhat Patnaik del Centro de Estudios de la Universidad de  J. Nehru que nos alerta sobre una guerra competitiva de valutas que acentuarían las tendencias deflacionistas   y  nos alerta de la incompatibilidad de la democracia y el capitalismo y la continuación imperialista de la transferencias de los excedentes de valor desde los países pobres a los ricos. Muy próxima a los comentaristas anteriores es David Kotz que fue uno de los pocos economistas que predijeron la última crisis, señalando que no es la consecuencia de un pánico financiero sino una crisis estructural del capitalismo del libre mercado.  En contra de los autores Monthly Review, trata de firmar que las políticas de mercado libre fueron capaces de producir una serie de expansiones económicas largas aunque poco dinámicas conectadas entre sí por períodos de recesión relativamente breves y una tasa de inflación muy débil. Esto creó la impresión de una “gran moderación”  pero en el fondo las políticas tienen como base la conservación del modelo capitalista. Krugman se ha sumado a las discusiones sobre el  estancamiento y su aparente atenuación debido a las burbujas y el sector financiero. Aunque los problemas económicos de la Unión Europea son muy diferentes debido al tratado de Mastricht y Lisboa el último número de la revista Economie Politique (abril 1916), Aglietta, Nathacha Valla, André Grjbin, nos advertían que como había dicho Kaldor en 1971, es muy peligroso creer que unión monetaria y económica puede preceder a una unión política. Desgraciadamente el país más importante de la UE (Alemania), tiene unos intereses nacionales muy divergentes de otros miembros (sobre todo los más pobres dentro de la UE) y sobre todo porque Alemania se adhiere a unas políticas mercantilísticas y una ideología que aboga por unas políticas que se ajustan al mercado lo que Angela Merkel llama “Democracia ajustada al mercado”.  Desgraciadamente en mundo actual no parece existir un sujeto histórico que se oponga  a las políticas de austeridad, dado que como Peter Mair señala, no existe entre los lectores una capacidad para huir de reglas abstractas parciales y tomar decisiones eficaces y conjuntas. El mismo autor nos señala que las élites egoístas hoy en día en el poder, propongan una globalización que se encarne en instituciones alejadas de la democracia y apoyada sobre lo que algunos expertos siguiendo a  Minsky llaman una falsa Tecnocracia. Un reciente libro de Lisa Duggan titulado “The twilight of equality” se explican con gran detalle todas las tendencias que está sufriendo la mayoría de la población.
Estas últimas tendencias nos hacen recordar al gran poeta Machado cuando nos decía la esperanza es una consecuencia de la capacidad de acción y no como muchos suponen al revés.
J. Perez Oya - Vigo





[1] Las calificaciones en los EE. UU. van desde A+ hasta F-, por ejemplo,  aviación D, puentes C+, canales D-,  puertos C, ferrocarriles C+, carreteras D, transporte colectivo D, escuelas D, desperdicios peligrosos D,  agua potable D, etc. Ningún sector recibió la calificación A.