martes, 19 de julio de 2016

José Fernando Pérez Oya
Ex Funcionario Economista de la ONU Experto en Política Económica de Ciencia y Tecnología DIT-CEPE

I. VOLVER SOBRE MAASTRICHT
¿Tiene todavía sentido reflexionar sobre el Tratado de Maastricht en un país en el que las fuerzas políticas mostraron una virtual unanimidad en considerar la ratificación del Tratado una necesidad histórica ineludible? Piensa el autor de estas líneas que paradójicamente resulta necesario reflexionar acerca del Tratado precisamente porque fuimos testigos de la ausencia de un auténtico debate público —con la necesidad de consultar al pueblo rotundamente negada por el gobierno y la oposición— como también la actitud muy sesgada de los medios de comunicación social que, en general, apoyaban la adhesión.
Partiendo de la premisa de que una unión económica y política fuese en un principio deseable para el bienestar de los pueblos de Europa, deberíamos interrogarnos sobre su alcance geográfico y sobre la incidencia del impulso de fusión o convergencia en determinados aspectos de la vida social (económicos, sociales, culturales, tecnológicos etc.) así como sobre el orden de prioridades y ritmos impuestos a dichas políticas de convergencia. La ventajas de otorgar prioridad a la unión monetaria pueden no serlo si la operación implica relegar aspectos tales como los sociales, tecnológicos, culturales, militares o políticos a un segundo plano.
Si estas órdenes de prioridad se trucasen, la resultante se vería sustancialmente alterada. Incluso si suponemos que las prioridades son justas, resulta necesario concertar apropiadamente el ritmo de avance en cada aspecto, no sólo en el sentido absoluto sino también en relación con el de los demás. El no operar de esta manera nos podría conducir a lo que M. Unión y C. Boissieu llamaron riesgo sistemático (revista Gènese, junio de 1992). Muchas críticas al Tratado se centran en estos aspectos pues se señala que no sólo dejó desvinculada la política económica monetaria de la fiscal, al imprimir una aceleración excesiva en aquella a expensas de esta, sino que dejó muy relegados los campos de las políticas sociales, tecnológicas, etc., y aún más los aspectos políticos de la Unión. Esto condujo a lo que se llamó déficit democrático y viene claramente ejemplificado por la creciente distancia entre los órganos responsables de la política monetaria y las instancias del poder popular, legitimado a través de mecanismos electorales.
La enorme variedad de las tomas de posición acerca de Maastricht son, naturalmente, fiel reflejo de las motivaciones, esperanzas y temores que suscita el tratado, más que la propia ambigüedad del mismo. La discordancia de opiniones y sobretodo de temores no muy racionales, proliferó en Francia con ocasión del referéndum, pero también aquí pudimos leer en declaraciones del presidente del gobierno (El País 25/10/1992) que existe el riesgo de que Europa pudiese rasgarse o que Alemania tuviese la tentación de nuclear una Europa diferente (¿Con quién y con cuántos? Se puede preguntar) que daría lugar a una nueva configuración del continente si Maastricht fuera un fracaso. Los ejemplos llegados del país vecino van desde la posición de opiniones debidas a un nacionalismo extremo, hasta esperanzas casi mesiánicas en las potencialidades de la Unión para resolver todo tipo de problemas. Nuestros vecinos llegaron incluso a ciertos delirios, como vimos en el artículo antes citado de Gènese lo siguiente: «La moneda única conduce a un sentimiento de comunidad europea más fuerte. Es el vínculo más sólido que puede tejer una colectividad humana de más de trescientos millones de almas (sic) que reúne una gran variedad de culturas y lenguas». El activo apoyo del gran filósofo E. Morin al sí puede servir de ejemplo de confianza excesiva.
Sin duda, impresionado por la tragedia balcánica, Morin consideró que el Tratado puede llegar a convertirse en un baluarte de asociación-integración salvífica frente a las tendencias nefastas de disociación-desintegración que amenazan a Europa.
El déficit democrático -asegura- viene claramente ejemplificado por la creciente distanciación entre los órganos responsables de política monetaria y las instancias de poder popular legitimado por mecanismos electorales.
Esta discordancia de posiciones llevó, por desgracia, el cántaro a la fuente de los que en general, desde posiciones de poder, opinan que la complejidad y carácter técnico de ciertos problemas aconsejan no gravar la escasa capacidad del indocto pueblo con una discusión que en cualquier caso escaparía a sus cortos alcances y redundaría en un consumo excesivo de aspirina o, más probablemente, en una didáctica esquematización de las alternativas. Esto podría conducirnos en opinión del Sr. Elorza a rebajar el nivel del debate como sucedió en Francia.
Vamos a disentir aquí de estas opiniones haciendo ciertas observaciones que eleven a nivel pedestre el debate y lo substraigan al olímpico, etéreo, brumoso y tecnocrático carácter que frecuentemente tuvo y que se utilizó para que el buen pueblo siga contemplando con la debida admiración reverencial, que corresponde a su papel, las decisiones que sus sabios líderes toman a su favor y en su nombre.
II. LA GRAN COARTADA
Se nos presentó el Tratado como indivisible e irreformable, algo falso según sus propios términos. Puede decirse algo tan obvio y necesario como que es posible estar a favor de ciertos aspectos previstos de política social, regional o de defensa sin que ello conlleve la aceptación de otros aspectos del Tratado que, ocupan una posición central y nos parecen impugnables.
En varios artículos firmados por B. Cassen, en Le Monde Diplomatique, señala que el hecho de que el Tratado nos fuera presentado como algo ineludible nos puede servir de chivo expiatorio externo ante la impopularidad de ajuste estructural o de austeridad extrema, como también puede convertirse en escotillón de escape para una política de huida destinada a esconder la ausencia de un verdadero proyecto nacional.
Deben distinguirse los aspectos formales de los sustantivos y tratar de deslindar instrumentos de fines y todo esto desde posiciones de principio claramente expresadas.
Tomemos por ejemplo el temor suscitado a la pérdida de soberanía. La resistencia a la cesión o transferencia de soberanía será mayor cuanto más grande sea la distancia entre los objetivos y las aspiraciones de un gobierno y de los órganos comunes de gestión. Sin embargo, incluso si existe acuerdo sobre el riesgo de perder un nivel mínimo de autonomía encarnado en la idea de la soberanía e independencias nacionales. Este temor, puede tanto expresarse en un rechazo de los mecanismos institucionales como en el temor a acciones hegemónicas de uno o varios miembros de la Unión que, actuando individual o colegiadamente releguen a un miembro a una pasividad de subalterno.
El rechazo a la Europa de geometría variable, a dos velocidades o a la carta, está muy vinculado a este tipo de problemas. El espectro político parece dividirse aquí entre una derecha más preocupada por el diseño institucional que salvaguarde un límite amplio de soberanía con una menor preocupación por los contenidos sustantivos del diseño común (del que en caso de necesidad siempre podrían irse) y una izquierda más proclive a ceder soberanía dentro de esquemas federalistas y lógicamente más preocupada y atenta a los contenidos sustantivos incorporados en la acción de las instituciones comunes.
La unificación alemana brinda un ejemplo diferente. El hecho de que las nuevas instituciones monetarias estuviesen en gran parte calcadas del Bundesbank, provoca en la izquierda consecuente (cada vez menos visible) el temor de un afianzamiento de las políticas económicas monetarias y conservadoras; en la derecha nacionalista se da por supuesto que las instituciones comunes no aplicarán políticas comunes contrarias su tendencia ideológica dominante pero temen una pérdida de autonomía. Ambos segmentos
del espectro político, observan con aprensión desde perspectivas diferentes la brutal afirmación del poder del Bundesbank ante repetibles tormentas monetarias, así como las maniobras de creación y satelización de estados clientes como Eslovenia y Croacia.
El voto ponderado previsto en el Protocolo sobre los Estatutos del Sistema Europeo de Bancos Centrales y del Banco central Europeo (arts. 10 e 29 del Protocolo) pueden también constituir un signo preocupante. Es necesario, pues, señalar que las tensiones actuales contienen un elemento muy importante que proviene de la política de altos tipos de interés impuesta por Alemania, en gran parte derivada del esfuerzo de financiamiento (que representó en 1992 un 6,5 del PIB) consiguiente a la unificación de la ex RDA.
II. LA UNIÓN MONETARIA
La piedra angular del Tratado de Maastrich es, sin duda alguna, el proyecto de la unión monetaria. La raíz histórica de las disposiciones que se encuentran en el Tratado, es lo que conocemos como llamado Informe del Comité Delors. Dicho comité compuesto, casi exclusivamente, por banqueros, llegó a la conclusión —no excesivamente sorpresiva ni sorprendente— de que un banco central supranacional, independiente del poder dirigido por funcionarios escasamente amovibles debería ser la base, y casi el único fundamento, de la Europa unida. Este informe está influenciado de una manera determinante por la ideología predominante en el Bundesbank que, abusivamente, se irroga el honor de los éxitos de la lucha anti inflacionista de Alemania; éxitos que se basan mucho más en factores institucionales tales como mecanismos de negociación colectiva entre fuerzas sociales, y esto no sólo en lo que se refiere a salarios y condiciones de trabajo, sino en un sentido que trasciende la política industrial y tecnológica.
El ex comisario de la Comunidad Edgar Pisani calificó el tratado de anti-estatal, antisocial, ultra-liberal, contrario a la construcción de la democracia e inhumano. Finalmente, lo apostilló de apolítico. Más bien cabría calificarlo de apolitizante, ya que tiende a eximir a los Estados de responsabilidad, transfiriendo ésta a la operación impersonal de las fuerzas del mercado.
El Banco Central Europeo, culminación de la segunda fase de unión monetaria, deriva su esquema funcional y sus estructuras y principios del Bundesbank, vía Informe Delors. Recordemos que mientras los aspectos sociales o regionales del tratado son, hoy por hoy, poco más que una lista de buenas intenciones dependientes a los presupuestos, las disposiciones del tratado definen ya unas instituciones determinadas, un modus operandi de estas y unas condiciones arbitrariamente cuantificadas para poder acceder al círculo de los escogidos. En los aledaños de su centro monetarista, el tratado contiene elementos positivos que le abrieron con éxito el camino a un amplio sector de la opinión pública.
No hace falta ser experto en economía para darse cuenta de que este enfoque corresponde a la ideología ultraliberal Reagan-Thatcher que llevó al Reino Unido a una situación tan crítica como la vivida a finales del siglo XX. Incluso un ala populista del Partido Conservador empezó a rechazarla y generó en los EEUU una depresión silenciosa que supuso una caída de los ingresos familiares reales del ochenta por cien (que dura desde 1973) y una escandalosa redistribución de los frutos de una feble expansión en el cinco por cien más rico de la población. Como señaló J.G. Smith en su libro Full Employment in the 1990s, el Informe Delors está demasiado influenciado por las posiciones del Bundesbank y es una resaca de la obsesiva borrachera monetarista que supone una renuncia explicita al objetivo de alcanzar el pleno empleo. Su dogma básico es el de creer que porque existe (¡y no siempre!) una correlación entre oferta monetaria y evolución de los precios, la inflación es una consecuencia de los niveles de oferta monetaria. Como señaló Wynne Godley, tras estas ideas está la creencia de que las economías modernas son sistemas autorregulados, que tienden al equilibrio y que no necesitan ser dirigidos.
Las ideas monetaristas se mantienen contra viento y marea, de poco sirvió que la OCDE escribiese en un informe reciente (Perspectivas Económicas, diciembre 1991): En muchos países la relación estable esperada (sic. ¿por quiénes?) entre crecimiento nominal del PNB y base monetaria no tuvo lugar. De poco nos sirve lo que el gran economista francés Malinvaud —padre del concepto de paro clásico— nos haga saber, con una honradez poco frecuente en la profesión, que según sus propios estudios empíricos posteriores su paro no cubre ni tan siquiera una quinta parte del paro existente. De poco nos sirve que en un estudio muy conocido, el Banco de Inglaterra descubriera las manipulaciones realizadas por Milton Friedman en su base de datos; de poco nos sirve que infinidad de estudios nos mostraran la inestabilidad de la velocidad de circulación del dinero preterida por nuestros ínclitos monetaristas.
De poco nos sirve que se admita que la inventiva de nuevos instrumentos financieros haga necesaria una revisión constante de los conceptos de la base monetaria; de poco nos sirve recomendar a nuestros ilustres colegas la lectura del genial Azote del Monetarismo, de mi admirable maestro N. Kaldor, del libro de L. Randall Wray Money and Credit in Capitalist Economies; vosotros economistas monetaristas permanecéis inmóviles, incólumes, impertérritos, tan tiesos como vuestra querida línea de oferta monetaria, verticalistas hasta la muerte. Es que el monetarismo es aún más que un culto, una fe, y como decía el catecismo de Astete «Fe es creer en lo que no vemos».
La Europa monetaria es, por las disposiciones institucionales que la constituyen, una Europa monetarista.
En Maastricht se plasmó un decidido deseo de imbricar en establecimiento de instituciones con la continuidad de una política económica monetarista. Maastricht es el propósito de congelar, de cristalizar institucionalmente un monetarismo que siente que
soplan vientos adversos y que aspira a sobrevivir enquistado en la espera de tiempo propicio. Que esto puede suceder es particularmente desafortunado para Europa, no sólo por las consecuencias que trae de desindustrialización, paro, retraso tecnológico, pérdida de capacidad productiva y oportunidades de crecimiento económico etc., sino también porque dicha operación se producirá en un momento en el que los EEUU y Japón reviertan la política de estímulo de corte neokeynesiano. Pero en este campo como en otros los sacrificios han de ser repartidos de manera muy desigual. Los rígidos criterios de convergencia ya están dando lugar a una política de deflación competitiva entre países miembros que no quieren perder el tren y candidatos (planes Amato de Italia, Mitsotakis, Solchaga de España, políticas restrictivas en Suecia, Austria etc,…).
En el susodicho libro de J.G. Smith se hace referencia a estudios que evalúan (en términos de empleo potencial perdido) los costes de la política de convergencia en Francia en 700.000 puestos de trabajo para el período de 1983-1985; en el caso de Italia, la estimación casi alcanza la cifra del millón. ¿Realizamos en nuestro país algún cálculo de este tipo? ¿Podemos pensar que tendremos que pagar menos que Italia?
Parece evidente que las condiciones fijadas en Maastricht imponen un coste excesivamente elevado para las economías del sur de Europa. Los círculos viciosos de la deflación competitiva se hacen cada vez más amenazadores y serán mucho más graves cuando se pierda la capacidad de fijar el tipo de cambio. Como señalaban los técnicos del Ministerio de Hacienda francés, D. Bureau y P. Champsaur, el problema más serio planteado por la unión monetaria es el de saber si la flexibilidad de los mercados de trabajo será suficiente para compensar la pérdida de la fijación del tipo de cambio como instrumento de política macroeconómica. En una línea similar, M. Feldstein advertía (en un artículo publicado por The Economist, de junio de 1992) que al no avanzar en una operación federalista, polarizaría peligrosamente las diferencias de ingresos y bienestar. Un análisis de las cifras relativas a los fondos estructurales y de cohesión (de 57% y de 72% respectivamente desde 1992 a 1997) mostraban lo exiguo de las cifras propuestas, en aumento porcentual pero insuficientes si se comparan con las que serían necesarias para evitar un agravamiento de los problemas de empleo en los países más vulnerables.
III. EL FRACASO DE LA EUROPA SOCIAL Y LA AUSENCIA DE POLÍTICA INDUSTRIAL
La Europa social no pudo alcanzar el acuerdo de los doce y el único progreso pírrico alcanzando fue la superación del veto británico y la aceptación del principio de votación por mayoría calificada. El retraso de la dimensión social sobre la economía se puso en evidencia por la endeblez de lo alcanzado en Maastricht, muy por bajo del poco ambicioso Plan Marín. En lo tocante a aspiraciones en el ámbito social, el Tratado de
Maastricht representa una regresión respecto al Tratado de Roma de 1957, pues mientras este proponía promover la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los trabajadores, que permitan alcanzar su igualdad por la vía del progreso (art.117) en el nuevo Tratado, el término igualdad se cambia por el francés amelioration (mejora) y por el ambiguo español equiparación. El Tratado insiste en que las decisiones sean tomadas del modo más próximo posible a los ciudadanos pero el objetivo es pura retórica. Las condiciones fijadas en Maastricht imponen un coste excesivamente elevado para las economías del sur de Europa.
Las condiciones fijadas en Maastricht imponen un coste excesivamente elevado para las economías del sur de Europa.
La Europa de la Unión es una Europa de los Estados, no de los pueblos, pero dentro de una Europa de Estados, es una Europa del poder ejecutivo de los respectivos Estados. El Consejo (es decir, el aerópago de primeros ministros y jefes de Estado) sigue siendo, como en el pasado el órgano clave y supremo de decisión. El llamado poder de investidura del Parlamento sobre la Comisión y su presidente es ceremonial e intrascendente. El poder de enmienda del Parlamento no merece tal título estando de hecho limitado a doce campos que, con exclusión del de Medio Ambiente, se caracterizan por su intrascendencia. Más ridículo todavía es el llamado poder de iniciativa que como bien dice J. Raux es un mero poder de iniciar una iniciativa, es decir, de pedir a la Comisión que traslade al omnipotente Consejo una inquietud surgida en el Parlamento.
En el Tratado, la ausencia de una política industrial viene reflejada en el único y breve artículo dedicado al tema Industria, espejo de una política de liberalismo sectario que no resiste la menor comparación con las estrategias seguidas por Japón y los Dragones Asiáticos y puede que dentro de poco, por Estados Unidos.
El Tratado es confuso y ambiguo. No supo optar entre la lógica de la cooperación (entre Estados) y la de la integración (realmente comunitaria) y se decidió en muchos casos por un término que a nadie le conviene ni convence. De la misma manera va por un camino de profundización (parcial y desequilibrado) dando la espalda a una opción de extensión hacia a países históricamente europeos, ex miembros del bloque socialista.
El Tratado perdió una vez más la oportunidad de empezar a configurar una Europa de los Pueblos. Esto resulta particularmente flagrante y lamentable en el ámbito cultural. Hubiera sido apropiado que nuestros gobernantes y eminentes miembros de la familia real, como Juan Carlos de Borbón, hubiesen leído detenidamente el art. 128 del Tratado que afirma que la Comunidad contribuirá al florecimiento de la cultura de los estados
miembros dentro del respeto a su diversidad nacional y regional....
¿No sería mejor hablar de cultura de los pueblos (y no de los Estados) como el mismo artículo señala al decir historia de los pueblos europeos? Si hacemos del Estado el actor privilegiado de la política cultural, corremos el riesgo de apoyar nacionalismos que reivindiquen un Estado propio e independiente. Particularmente lamentable y ridículo es el poder de emitir dictámenes, conferido en el Tratado, al ornamental Comité de la Regiones donde sus representantes son nombrados a propuesta de los Estados por el Consejo y no mediante consulta popular (art.198.A del Tratado).
El Tratado fue el fruto desafortunado, contradictorio y mal construido de un miedo a que la unificación de Alemania empezara a ejercer una acción hegemónica sobre una Europa Unida inconclusa. El resultado fue claro y manifiesto en el lamentable rigodón que va de la declaración de Oslo de no renegociación, a la inconclusa renegociación de Edimburgo, muy favorable para Alemania, Reino Unido y Dinamarca, pero no mucho para los países endebles de la Unión como España.
Antes de concluir, volvamos a dos aspectos del Tratado que en sí mismos justificarían una reflexión más extensa y detallada. El primero se refiere a la ausencia en el Tratado de una política industrial. Esto viene reflejado en el único y breve artículo dedicado a Industria, claro reflejo de una política de liberalismo sectario que está llevando a Europa hacia niveles crecientes de paro y hacia una posición de desventaja comparativa frente a otros centros de poder económico mundiales. Digan lo que digan los ideólogos de la sociedad postindustrial, el sector industrial es, y seguirá siendo clave del desenvolvimiento económico. Como dicen ciertos economistas americanos: manufacturing matters. El segundo aspecto es de carácter más general, de ética política, casi de alcance filosófico, y aparece expresado en los arts. 123 al 127 del Tratado. En ellos se afirma la necesidad de facilitar a los trabajadores su adaptación a las transformaciones industriales y a los cambios de los sistemas de producción. La filosofía es clara: la sociedad y el hombre deben de adaptarse a los cambios del sistema de producción y no la inversa: adaptar el sistema de producción a las necesidades de una sociedad que genere un hombre y no un robot.
Nunca se interrogó a los firmantes del Tratado sobre la procedencia de cambios en el sistema de producción.
Posiblemente fuese debido a un reflejo de modestia: no se consideraban teólogos y estimar que lo que procede de alguna divinidad exógena y desconocida (como por ejemplo el demiúrgico mercado) debe de ser excluido del área de sus competencias.
Ocurre aquí como con las tormentas monetarias, no sabemos de dónde vienen, son como los helicópteros de Milton Friedman que hacen llover desde el cielo billetes de banco para probar lo exacto de su tesis. De todos modos algo nos dicen los arts. 123 al 127 del Tratado de lo que es la economía social de mercado y de lo que pueden esperar de ellas los
integrantes del ejército de reserva del trabajo: cursillos de formación profesional y políticas de adaptación.
En conclusión diremos que el nuevo Tratado de la Unión Europea impone a sus miembros más endebles unos sacrificios exorbitantes, injustos e insostenibles.
El nuevo Tratado de la Unión Europea impone a sus miembros más endebles unos sacrificios exorbitantes, injustos e insostenibles. Debería ser modificado en sustancia, incluso si esto impusiera una opción federal. Mientras esto no suceda debemos decir:
¡No a Maastricht!

José Fernando Pérez Oya. B.A.-M.A. por la Universidad de Oxford.
Ex Funcionario Economista de la ONU
Experto en Política Económica de Ciencia y Tecnología DIT-CEPE
Publicado este artículo en ANALISE EMPRESARIAL, nº 79  (En gallego).
Septiembre-diciembre 1992 

0 comentarios:

Publicar un comentario